La tormenta implacable sacudía sin piedad los viejos postigos de madera casi putrefacta, en la avanzada noche de los suburbios porteños. Los camilleros corrían desesperados a lo largo del eterno pasillo del hospital, intentando llegar al quirófano a tiempo, antes de la tragedia. Ella oscilaba en un ángulo anímico de ciento ochenta grados desde el inerte y fúnebre letargo mórbido, al drástico estallido de ira animal furibunda y salvaje, que diez fornidos enfermeros en conjunto a duras penas lograban controlar. En tales antípodas sus ojos se descubrían alienados, como de otro mundo: la opaca y negra lividez mortecina de unas pupilas dilatadas hasta los bordes de los párpados, se desfiguraba violentamente en dos llamaradas abrasadoras de un absurdo y perpetuo fuego helado. En el recorrido interminable, acorde al estado de su manifiesto vaivén emocional, la mujer murmuraba con un hálito apenas perceptible o gritaba desgañitándose la garganta, palabras completamente incomprensibles: “anrut conamla... ¡¡¡ANRUT CONAMLA!!!”.
Arribaron finalmente al extremo del corredor, e inmediatamente el médico se abalanzó sobre su cuerpo para poder inyectarla y dormirla ya dentro del recinto quirúrgico. Su vientre parecía poseído, como si la vida que en él había crecido durante sólo seis meses, hubiese alcanzado una autónoma y férrea voluntad adulta digna de los más fervientes caudillos revolucionarios. La cesárea trajo al mundo un bebé de dimensiones considerables, y de salud impecable; pero no tuvo igual suerte su madre pues, la desgracia se impuso sobre la pericia clínica y sobrevino la muerte. Con las últimas fuerzas de su aliento y la vista desencajada por el terror, oprimiendo como pudo la mano del doctor, clamó en un sollozo desgarrador y misterioso “ANRUT CONAMLA...”, una vez más...
Ella había coqueteado desde su adolescencia con toda tradición y culto que hubo hallado a su paso, casi como un capricho gustaba de practicar ritos religiosos que apenas entendía. Fue por ello que su familia interpretó que, inmersa en la febril locura en la que descarriló al morir, su agónico deseo había sido que se bautizase al niño con ese extraño mote pronunciado, quizás nombre de alguno de esos ‘fantásticos dioses' que aparentemente tanto había idolatrado.
Anrut Conamla, prematuro como llegó al mundo, no tuvo necesidad alguna de permanecer en incubadora; su desarrollo era tal, que por sus características evolutivas podía ser considerado como una criatura de unos tres meses. Aunque lejos estaba de ser un típico niño de tres meses, más aún: lejos estaba de ser un típico niño. Al mes de nacido era capaz de balbucear algunas palabras, y a los seis meses hablaba y caminaba con total precisión. Hasta ese momento había estado bajo el cuidado de sus abuelos quienes, totalmente horrorizados por los funestos sucesos que sin descanso acontecían en presencia del pequeño y creían indiscutiblemente relacionados con él, decidieron entregarlo en adopción a una pareja de acróbatas acuáticos que trabajaban en el parque de diversiones de la ciudad, los cuales anhelaban un hijo hacía ya demasiado tiempo. Desde ese entonces, nunca más hubo noticias de sus primeros tutores... fue como si se los hubiese tragado la tierra; de ellos Anrut Conamla sólo conservó el recuerdo de un muñeco de peluche que su abuela había confeccionado cosiéndole dos botones a modo de ojitos.
Poco tardó el infante en aprender las pericias en el agua desplegadas por sus nuevos padres, y pronto formaba parte del número de destreza que éstos protagonizaban disfrazados de marineros. Nadie lograba concebir el enigma de su aguda precocidad, pero lo más espeluznante era el pavor que infundía con su sola mirada cuando así se le antojaba. Ninguno de los que lo rodeaban se animaba a exponerlo públicamente, mas a medida que crecía, todos sospechaban cada vez más una impúdica crueldad impregnando la esencia de este impío con carita de ángel, que zanjaba una terrible grieta de gélida angustia y espanto en el espíritu, y que indudablemente se vinculaba con las oscuras fatalidades que ocurrían en el parque.
Sin ir más lejos, una madrugada de otoño la niñera de Anrut Conamla dormía plácidamente cuando de repente se despertó alarmada por escalofriantes sonidos cuales agudos zumbidos, eran como voces de ultratumba que provenían de la habitación del niño a la cual se dirigió. A la mañana siguiente yacía lánguidamente en el suelo con la piel íntegramente marcada de rasguños, los ojos enrojecidos y una nefasta sensación de asfixia en la garganta y la boca; y aunque no alcanzaba a recordar absolutamente nada a causa de haber perdido de su memoria todo registro de lo sucedido, fue tal la impronta interna de horror sentido que decidió huir sin dejar rastro alguno de su existencia.
Pero aproximadamente un año y medio después de ese hecho, un día en el que se inauguraba una nueva atracción, se la vio deambulando por el parque. Caminaba sonámbula, como si hubiese perdido por completo el libre albedrío y estuviese siguiendo un mandato externo tajante. Apenas parecía percibir la “Balada para un loco” incoherentemente canturreada por un coro infantil que emanaba del carrusel de pegasos cristalinos, al cual se acercó lentamente. Se detuvo en seco: subido al mismo, dando vueltas mientras sonreía en una suerte de burla infame con su gastado peluche en la mano izquierda, se encontraba Anrut Conamla vestido de marinerito. Los relojes y el tiempo se congelaron a las seis de la tarde junto con el carrusel y la gente.
El niño maligno escudriñó con pupilas de azabache incandescente fijamente a los ojos y ME dijo fulminantemente: “Serás 'ANRUTCON AMLA' como yo... ¡serás ALMA NOCTURNA...!”