Me incorporo en mi cama de un salto, abandonando bruscamente las imágenes de góndolas doradas chapoteando por la 9 de julio y de pegasos de cristal surcando un cielo de perfecto azul, en una Buenos Aires que no conoce el smog ni la corrupción... A pesar de despertarme violentamente, y sentir el sacudón de la realidad arrojándome de mi dulcecito onírico, sigo tarareando hacia adentro, casi tartamudeando en un suspiro: “ya sé que estoy pianta’... pianta’... pianta’...”. Siento cómo el corazón me zarandea la garganta sin clemencia, y de manera instintiva empiezo a rasgar las sábanas, llegando hasta el relleno del colchón. El sudor profuso y frío se apodera de mí, y aunque no me veo, sé que soy la imagen misma del pánico. Oigo pasos en la pared... sí, en la pared... Me he quedado tiesa, totalmente paralizada por el miedo. No me atrevo a girar la cabeza hacia ese costado, por aprensión a intuir allí lo que hace ya más de un año y medio intento inútilmente negar... Pero lo siniestro es más poderoso, lo ominoso me domina y, aunque mis ojos abiertos continúan brillando en el mismo ángulo intacto, mi cabeza lentamente va siguiendo el recorrido hacia el muro fatal, como si fuera el eje mismo del segundero en un reloj de agujas. Trato entonces de recordar, de unir cabos que me ayuden vanamente a custodiar la cordura...
El zumbido surgió allá por marzo del año anterior, o al menos en ese momento fui consciente de él. Luego aparecieron las marcas, primero simples rasguños, pero pronto se hicieron cicatrices profundas. Después las pupilas, que aumentaron notablemente durante las noches, menguándose al despuntar el día, aunque sin volver nunca por completo a su tamaño natural. Y, finalmente, ese sabor inconfundible... mezcla de hambre y saciedad, de vacío y completud, de melancolía y éxtasis... todo en un mismo bocado funesto.
Tic tac, tic tac, tic tac… La cabeza ha arribado a la posición “y cuarto” del reloj imaginario, y mis ojos - en blanco ya - no logran oponer más resistencia. Entonces los cierro y los vuelvo a abrir, de frente a la pared... El horror me estremece: veo huellas de sangre fresca que reconozco de mis pies... mis propios pasos... Pero más que la sangre, me aterra el hecho de poder percibirlo todo perfectamente en la más absoluta oscuridad... las pupilas... El zumbido no es zumbido, son palabras que comprendo... son mandatos categóricos e irrefutables que me arremeten desde alguna dimensión que desconozco, pero sé que me excede holgadamente en jerarquía: algo me está gobernando, he perdido las escrituras de mi entidad. Entonces salgo corriendo desesperada hacia el salón donde está el espejo, y me detengo repentinamente delante de él: descubro con pavor que por mucha voluntad que yo preste, mi imagen no asoma en la lisa superficie plateada... El sollozo contenido estalla, y me ahogo en un llanto casi ancestral, como si mil ánimas suplicantes y sufrientes me hubiesen elegido portadora de sus penas para mitigarlas todas en mis lágrimas...
De repente, sabiendo exactamente con qué me voy a encontrar, doy un brinco enérgico y me adhiero al cielo raso, me deslizo por él gateando con destreza sorprendente. Me eyecto por la ventana, y arrastrándome cual reptil asciendo rápidamente por la fachada del edificio hasta llegar a la azotea, donde me pongo de pie. Ahí está él... lánguido... con su cuerpecito azulado y entumecido... los párpados eclipsados por penumbras definitivas... la piel y la personalidad congeladas por siempre... Sostiene aún en su manito izquierda su muñeco de peluche, con expresión inocente en los ojitos de botón... Y del bolsillo de su traje de marinerito asoma un folleto con dibujos de colores festivos, en el que llega a leerse: “Nueva atracción del parque: ¡VENGA A CONOCER UNA BUENOS AIRES DISTINTA, EN DONDE LA INOCENCIA ES LA PROTAGONISTA! Anímese a dar una vuelta en nuestra Venecia porteña, o a volar en nuestro carrusel de caballitos alados”.
Caigo abatida sobre mis rodillas, y con consternación y desasosiego comienzo a auto flagelarme arrancándome la piel a jirones con mis uñas... las cicatrices... Como en una ironía, de fondo se oye desde el tocadiscos del viejo vecino noctámbulo: “...Loco, loco, loco ...cuando anochezca en tu porteña soledad...”
Con impotencia, sintiendo casi una parálisis en el alma, me llevo dolorosamente las manos a la cara para palpar mis labios pegajosos y húmedos... Ya de regreso en el ataúd, me regodeo espeluznada por mi placer ante el dulce sabor de su sangre niña...
(Perdón por lo extenso, me inspiré demasiado =D)